-¡Alto,
policía, todo el mundo al suelo! -la voz del Teniente Mulligan resonó en la
estancia, sorprendiendo a los allí presentes.
-¡Que nadie se mueva! -prefiró decir tras ver que todos los ocupantes
del salón yacían indolentes sobre colchonetas raídas.
Con grandes zancadas recorrió el pasillo, pistola en mano, atento a
posibles movimientos sospechosos, mientras buscaba escrutador a su presa.
Sus hombres se fueron apostando en puntos estratégicos, apuntando con
sus armas reglamentarias a los delincuentes, atrapados literalmente con las
manos en la salsa. Por fin,
Mulligan, El Fiero, como le llamaban
sus subordinados con la mezcla de temor y admiración que infunden los hombres
que saben mandar, dio con lo que buscaba. Fláccido,
indolente, pesado y sobre todo gordo, encontró al Señor Ministro.
¡Qué escándalo! Mulligan
pensó en los ríos de tinta, negros, caudalosos, torrenciales, que correrían
los próximos días. Ojalá la
riada termine por llevarse definitivamente tanta podredumbre, se dijo.
Mulligan El Fiero, El Incorruptible, se aproximó al Señor Ministro
lentamente, apuntándole con la pistola. ¡Y
pensar que el país está en manos
de esta gentuza, de estos viciosos!, se dijo. El Señor Ministro sostuvo su mirada con aplomo, con mayor
dignidad que la que hubiera esperado el policía. Sin embargo, su rostro grasiento, los restos de mahonesa que
asomaban por sus comisuras labiales o las manchas de grasa en su babero, se impusieron
a tanta dignidad fingida. Su brazo
izquierdo mantenía aferrada contra sus grasos costillares una gran barra de
pan, y la mano derecha sostenía aún un generoso trozo de pan untado en
mahonesa procedente de un gran tarro de cristal a su lado.
-Se te va a caer el pelo -le espetó Mulligan, con una mezcla de sarcasmo
y asco. Se acercó al pan, sin
dejar de apuntar a su presa. -Ni
siquiera es integral... -farfulló con cierto regusto, al encontrar un agravante
en el ignominioso delito del Ministro. -¡Cerdo!
-redondeó con desprecio.
* * * * *
El
Teniente Mulligan, El Fiero, El
Incorruptible, El Estajanovista, era siempre el último en abandonar el
edificio de la Brigada Central de Lípidos.
Hasta muy avanzada la noche podía vérsele trabajando, estudiando
dossieres en su despacho, o preparando acciones con sus más íntimos allegados.
Su laboriosidad, sin embargo, no contravenía nunca las reglas de salud
establecidas por el Parlamento, que cumplía con la misma meticulosidad que las
hacía obedecer a sus subordinados. Interrumpía
así las sesiones de trabajo para comer un menú bajo en calorías, masticando
siempre de forma regular y rítmica, y a media tarde salía a correr por el
parque que rodeaba la BCL enfundado en su traje deportivo.
Atender a los pazguatos de la prensa es agotador, pensó para sí
Mulligan mientras apuraba una tisana edulcorada (nadie
es perfecto, ni siquiera yo, solía decir en las ocasiones en que permitía
que asomara un débil soplo de humanidad a través de su rígida coraza), con azúcar
(integral, por supuesto). La
detención del Señor Ministro le había convertido de la noche a la mañana
en una celebridad en todo el país, para su disgusto.
Pensó irritado que en el futuro tendría que interrumpir a menudo su
trote en el parque para firmar autógrafos a ciudadanos agradecidos.
Sorbió un buchecito de tisana. Llevaba
quince años en la BCL, en la que pensaba retirarse.
Su oficio le gustaba y además su tarea era elogiable.
Fijó la vista en un cartel enmarcado colgado en la pared, frente a su
mesa de trabajo.
"Erradicado el tabaquismo y sus perniciosas consecuencias sobre la Salud,
el esfuerzo del Legislador debe centrarse en el consumo de lípidos por cuanto
puede acarrear graves complicaciones físicas que suponen un gasto muy
considerable para la Comunidad. El
gasto sanitario y social derivado de la atención a estos problemas ascendió en
el pasado ejercicio fiscal a $ ...", y seguía una cantidad con muchos
ceros. El ponente de la Ley, el
Magistrado Retirado Dwyer, había cuidado al detalle su exposición de motivos
para presentar la Ley Antigrasa, que
penalizaba la producción, tráfico y consumo de los lípidos considerados
perniciosos para la salud. "El
individuo tiene el deber de no provocar un gasto evitable al Estado; por lo
tanto, quien a sabiendas incurra en una conducta que pueda depararle daños
cuya atención sanitaria o social supongan un dispendio al Estado debe ser considerado
un delincuente. El Estado, en
definitiva, no deja de preocuparse y cuidar de los ciudadanos, pero castiga
a quien le hace gastar más de lo debido. El
Bien Social, de esta manera, se combina en perfecta armonía con una exigencia
de responsabilización consciente del individuo; los ciudadanos han de ser
los hijos responsables y obedientes del Estado Benefactor".
Pero como en el caso de la Ley Seca, la especial predisposición del
ser humano al vicio no tardó en generar un rico mercado clandestino de grasas
prohibidas. Proliferaron los untaderos,
locales en los que depravados adictos se reunían para comer mahonesa u otras
salsas prohibidas. Poco a poco, sin
embargo, la BCL estaba acabando con un negocio tan innoble como productivo.
Hasta la llegada del Teniente Mulligan, la BCL operaba de una forma que
podría tildarse de arcaica, con los tradicionales procedimientos de todas las
policías dedicadas a la represión del tráfico de drogas: vigilancia de rutas
de entrada en el país, búsqueda de laboratorios clandestinos, investigación
de los posibles cauces de distribución, red de confidentes... Sin embargo,
este funcionamiento era particularmente infructuoso en el caso de la represión
del consumo de lípidos. Tanto
los huevos como el aceite, ingredientes básicos de la mahonesa (la grasa
favorita en el mercado negro), eran accesibles a la mayor parte de los
ciudadanos, al menos mientras no terminara de aprobarse la ley que prohibía
la tenencia de gallináceas a particulares no controlados por el Estado.
La elaboración de la mahonesa era sencilla y no requería grandes
instalaciones. Tan sólo la
investigación de los canales de distribución y la red de soplones aportaban
resultados.
La llegada de Mulligan El Fiero, El
Incorruptible, El Estajanovista, El Científico, con sus procedimientos
técnicos, revolucionó la BCL. Todo
ciudadano sospechoso (y en particular todo gordo) era "marcado"
por un agente hasta conseguir una muestra de su sangre, que se estudiaba en
los laboratorios de la brigada. Si
los niveles de lípidos eran elevados, y no existía una enfermedad que los
justificase, la BCL deducía que sólo podían deberse a un consumo ilegal de
grasas, y ponía a funcionar sus dispositivos de seguimiento hasta hallar
pruebas de su implicación en el tráfico o consumo de la sustancia.
Así cayó el Señor Ministro, que había despertado inicialmente las
sospechas de Mulligan por su peso "por encima del percentil 97 para su edad y estatura", tal y
como registró en el informe. Los
procedimientos de la BCL no eran muy populares, y a menudo la prensa
cuestionaba su legitimidad, invocando al respeto a los Derechos Humanos.
Mulligan tenía muy clara su opinión sobre el particular: "Mariconadas",
solía decir, cuando en ruedas de prensa se le recordaban estos principios.
Satisfecho, se regodeó en el caso del Señor Ministro.
Con suerte -y la tendría, seguro, ya se sabe cómo arreglan las cosas
los peces gordos- no iría a dar con sus huesos en la cárcel.
Como en otros casos en los que había caído gente importante, encontraría
algún psiquiatra (¡charlatanes!) que
certificaría que su querencia por la mahonesa se debía a algún estúpido
trauma infantil. Así conseguiría
que le conmutaran la pena por una estancia en una Comunidad
Terapéutica Antilipídica para Grasadictos donde le enseñarían a
aborrecer las grasas y le ayudarían a reconstruir su vida y convertirse en un
ciudadano digno, útil y sano.
Suspiró profundamente. "Te
lo has ganado", se dijo, "la carne es débil, y nadie es perfecto, ni
siquiera yo". Se acercó a la
caja fuerte. Sus dedos finos
trabajaron la bien conocida combinación. Extrajo
un paquete de cigarrillos y con el apresuramiento temeroso del furtivo (del
que nunca conseguía desprenderse) tomó un cigarrillo, lo encendió y
aspiró profundamente. Saboreaba el aroma del tabaco con deleitación cuando sonó
la alarma y varios de sus hombres irrumpieron pistola en mano.
Mulligan El Fiero, El
Incorruptible, El Estajanovista, El Científico, El Traidor, se derrumbó
y se echó a llorar entre las miradas despectivas de sus subordinados.
* *
* * * *
Mulligan El Fiero, El Incorruptible, El Estajanovista, El Científico, El
Traidor, El Perdigones, no tardó en saber que en una partícula de su
saliva habían aparecido restos de tóxicos tabáquicos. Aislado en el calabozo, pensó que con un poco de suerte -y
la sociedad le debía tantos favores- le conmutarían la pena por una estancia
de algunos años en una Comunidad Terapéutica
Antitabaco, de la que saldría sano y, sobre todo, purificado.
©Txori-Herri Medical Association 1997-2000