EL ULTIMO DOCTOR

 

            Román esperaba pacientemente a la puerta del despacho, fumando su enésimo cigarrillo de la mañana, con las piernas cruzadas en una posición inverosímil y su sempiterna sonrisa congelada en la cara.  Cualquier otra persona estaría soberanamente aburrida, pero Román dejaba pasar el tiempo con placidez, marcándolo con el rítmico vaivén de su tronco y las caladas espasmódicas de su cigarrillo.

            Por fin el doctor salió del despacho.  Se quedó parado en el umbral de la puerta y dirigió su mirada a Román.

            -¿Román Guerra? –preguntó como si hubiera la menor posibilidad de que fuera otra persona.  Román asintió con su sonrisa congelada y el doctor, con un ademán amistoso, le invitó a pasar.

            El despacho no había cambiado nada.  Román sabía de sobra que irremisiblemente era siempre el del último doctor llegado al hospital.  Pequeño, oscuro, mucho menos acogedor que el del doctor Otazua, sin ir más lejos, aunque para Román el despacho del doctor Otazua era un territorio casi desconocido.  Su especialidad eran los últimos doctores, porque por algún motivo que se le escapaba, siempre le asignaban al último doctor.  Bueno, a él y al despacho.  En realidad, era como si el despacho fuera de Román, y el último doctor de turno no fuera más que un invitado.  Román se dio cuenta un día que había conocido muchas camas, muchas habitaciones, pero sólo un despacho, y su descubrimiento le hizo sentirse el verdadero propietario del despacho.

            El último doctor estaba recién llegado.  Lo delataban las paredes sin cuadros ni posters y las estanterías vacías, en las que ni siquiera se veían los libros, siempre los mismos, que tenían todos los últimos doctores.  Mientras se sentaban, Román estudió, sin perder la sonrisa, al último doctor.  Era un hombre, claro.  También había tenido doctoras, pero sobre todo había estado con hombres.  A Román le gustaba más estar con últimos doctores hombres, aunque algunas últimas doctoras mujeres eran muy agradables de escuchar y de ver.  Pero era tímido y un poco chapado a la antigua, y no terminaba de acostumbrarse a que las mujeres le manden a uno, o le dejen sin paga, o le tengan en bata y pijama sin salir del pabellón, y por eso prefería que le mandaran o que le castigaran últimos doctores hombres.

            Porque siempre acababa castigado.  Casi siempre era por no regresar a la hora, o por beber más de la cuenta en el bar del pueblo.  A Román le parecía injusto que le castigaran por eso, porque había enfermeros que tampoco respetaban los horarios, o que bebían más de la cuenta en el bar del pueblo, pero nunca vio que ningún último doctor les pusiera por ello en bata y pijama.  Y tampoco le constaba que el doctor Otazua lo hubiera hecho nunca, por cierto.

            Este nuevo doctor parecía simpático y estudioso.  Tenía gafas de buen estudiante, le pareció a Román, y planta de médico serio.   Se le veía un poco incómodo dentro de su bata, que era tan nueva como el propio último doctor y en la cual eran evidentes unos pliegues cuadriculados que atestiguaban que hacía muy poco que el último doctor la había sacado de la bolsa, de una de esas bolsas de plástico delgado y transparente en la que llegaban al hospital los pijamas de los enfermos o las batas de los doctores.

            El último doctor carraspeó y Román se dio cuenta, consternado, de que le quería decir que allí dentro no se podía fumar.  La mayor parte de los últimos doctores no fumaban, y prácticamente todos ellos prohibían fumar en el despacho.  Román le miró sin perder la sonrisa, una sonrisa que otro nuevo doctor había calificado tiempo atrás en las notas de heboide, y al último doctor no le quedó más remedio que aclararle qué quería decir su carraspeo:

            -Lo siento, Román, pero aquí no se puede fumar.

            Román salió sin pedir permiso para hacerlo, apagó el cigarrillo en un cenicero del pasillo y regresó diligente.  Este último doctor no le caía mal del todo.  Le parecía mal que no le dejara fumar, pero al mismo tiempo le gustaba que le hubiera dicho las cosas claras y con educación.  Otro nuevo doctor llamaba a esto ambivalencia, o algo parecido, porque aunque Román era muy ducho leyendo las notas de los médicos mientras las escribían, no siempre le era fácil comprender lo que querían decir, con la letra tan desastrosa que tenían algunos y con las palabras tan enrevesadas que todos ellos empleaban.

Román valoraba mucho la educación.  Este último doctor parecía muy educado, no era como otros que le miraban con desdén, o con temor, o que le tuteaban sin más.  Este empleaba el usted, le daba la mano, le invitaba a sentarse y hasta se presentó por el nombre: Ernesto Gimeno.

            A veces Román pensaba que nadie como él podría hablar de últimos doctores.   Nadie había tenido la oportunidad de conocer y estudiar a tantos como él.  Germán, un compañero, le dijo en una ocasión que seguramente se debía a que le consideraban un caso interesante.  Se lo había oído al doctor Otazua un día al pasar junto a la puerta del office.  El doctor Otazua iba todos los viernes a tomar un aperitivo al office, y hablaba con las enfermeras, que le miraban con cara de cuánto-sabe-este-señor, y alguna hasta tomaba notas de sus comentarios.  Por lo visto algún viernes dijo que Román era un caso interesante.  Bueno, eso le había dicho Germán, como resentido.  Germán era un poco envidiosillo.

            Este último doctor le caía bien.  Era bastante alto, bien parecido, delgado.  Seguramente no estaba casado, parecía todavía muy joven.  Casi todos los últimos doctores eran solteros, pero no todos eran altos ni bien parecidos.  Muchos eran más feos que Ernesto Gimeno, desde luego.  Otros tenían nombres raros, o apellidos complicados.  También había últimos doctores que estaban casados, pero eran pocos.  Román lo sabía porque llevaban alianza.  Alguno llevaba pendiente, pero a Román eso no le gustaba, les hacía a maricones, y a Román le parecía una desgracia tener un último doctor maricón.  Ernesto Gimeno tenía cara de tener novia, una novia buena chica, seguramente enfermera o doctora, bien vestida y muy educada. A Román le hubiera gustado conocer a la novia del último doctor Ernesto Gimeno.  Harán buena pareja, pensó.

            El último doctor empezó por lo de siempre: qué tal está, voy a ser su nuevo médico, ¿hace mucho que está en el hospital?.  Y Román respondió como siempre: bien, gracias, encantado, oh, muchos años.  Y después, las preguntas de siempre, las respuestas de siempre y las notas apresuradas del doctor.  A los últimos doctores les solía interesar mucho saber si se le quedaba la mente en blanco, o si tenía la sensación de que su pensamiento sonaba, o si oía voces dentro de su cabeza y cuando les decía que no escribían niega alucinaciones auditivas.  Los últimos doctores preguntaban unas cosas muy graciosas.  Nunca le preguntaban por las cosas que le pasaban, o por la Gente.  La Gente era muy importante para Román, siempre andaban rondándole, cuando iba por el pasillo decían este hombre qué bueno es, aunque como en todas partes hay de todo también entre la Gente hay quien no tiene educación y le insultaba.  Los últimos doctores no sabían nada de la gente, sólo les preocupaban la telepatía y las voces, qué cosas más raras.  Bueno, eso y también qué le parecía a Román que querían decir unos proverbios muy tontos.

            El último doctor Ernesto Gimeno preguntaba pausadamente, meciendo a Román con una voz envolvente, muy agradable, como de locutor de televisión.  Tenía madera de médico bueno.  Le temblaba un poco la voz, pero esto les pasaba muy a menudo a los últimos doctores, sobre todo al principio.  Seguía preguntando cosas, pero no parecía interesado en las voces.

            A Román le gustaban los últimos doctores.  Le veían mucho, hablaban con él, le ponían pastillas nuevas, o le cambiaban de gotas a pastillas, o de pastillas a gotas, o insistían en hablar con su hermana, o le pedían analísis.  Hubo un último doctor que le hizo unas radiografías en una camilla metida en un tubo que metía un ruido espantoso.  Otros le enseñaban láminas, o le hacían preguntas que Germán no escucharía en su vida, porque no era un caso interesante, o tal vez porque no le veían siempre los últimos doctores, que tenían más tiempo que el doctor Otazua para pasar láminas o hacer preguntas raras.

            En realidad, los que eran interesantes eran los últimos doctores.  Eran caras nuevas, sugerentes, y parecían muy preocupados por uno.  Lo malo eran los cambios de pastillas, y las cosas raras que le pasaban a Román con ellas.  Se le iban los ojos para arriba, o le temblaba la mano, o se ponía gordo, gordo, o le daba diarrea, o estreñimiento, o ya no se le ponía tiesa, o se le secaba la boca, o le obligaban a hacerse unos analísis de sangre cada semana.  Hubo uno que le puso corrientes, y otro le propuso probar un medicamento nuevo muy bueno para lo que le pedía que firmara al pie de una hoja que decía cosas muy extrañas.  Román firmó porque aquel último doctor parecía un chico muy listo, aunque a la Gente no le gustó nada que lo hiciera.  Bueno, era tan listo que ahora está en la universidad, según Germán, pero aun así la Gente sigue hablando mal de él. 

Cada vez que se iba el último doctor el doctor Otazua le volvía a poner las gotas de siempre, y nadie le hablaba ni le cambiaba de tratamiento hasta que llegaba el siguiente último doctor con sus nuevas ideas.

            De pronto, la entrevista llegó a su fin.  A Román le pareció rarísimo, ya que no le había preguntado aún por las voces, pero no había duda: habían llegado al final, porque Ernesto Gimeno le anunció que seguramente le haría unos cambios en el tratamiento.  Ahora le tocaba a Román pedirle que le autorizara a salir, porque llevaba mucho tiempo castigado, y le prometía que iba a respetar los horarios y no iba a beber, y no iba a meter dinero en la máquina de frutas del bar del pueblo, y no iba a pedir monedas en el semáforo, ni tabaco a los familiares que venían a ver a los enfermos.  Ya sabía que todo eso estaba mal, y como quería hacerle las cosas más fáciles al doctor y recibir el alta iba a portarse bien y a partir de ahora iba a estar majo, como decían las enfermeras.  Ernesto Gimeno prometió estudiar con detenimiento su caso, y a Román le pareció sincero.

            Unas horas después, sentado en el banco frente a la puerta del despacho, Román llegó a la conclusión de que por mucho que a la Gente no le cayera bien, el último doctor era buena persona y buen médico.  Pero no llegará lejos, pensó.  No será director, como el último doctor Miguel Romero, o a Jefe, como el último doctor Sergio Otazua, qué tiempos aquellos cuando era último doctor.  Desde luego que no, ni al doctor Romero ni al doctor Otazua se les hubiera pasado nunca preguntarle por las voces.


©Txori-Herri Medical Association, 1997-2002

HOME