Noviembre
El Viejo se levanta el cuello del abrigo, encoge la cabeza y apresuradamente zambulle sus manos nudosas en el acogedor calor de los bolsillos. La madrugada es glacial, el frío baja como la hoja de una espada helada por su espalda, y se lamenta de no haber traído una bufanda, que, total, no ocupa nada, aunque habría seguido envuelto por ese frío que le corta la cara y le entumece los pies. Siente, por un momento, la tentación de abandonar la cola, de caminar un poco por ver si entra en calor, lleva ya un par de horas de pie y se está quedando helado. Las tres monjitas delante de él también tienen frío, se les ve en la cara, y de vez en cuando a alguna de ellas le tiembla voz y se le queda el avemaría entrecortada, a medio rezar. Pobrecitas, ateridas están, las manos hundidas en los bolsillos, tal vez ocultando el rosario, o tal vez no, que a lo mejor ni lo usan, ni lo necesitan porque pueden llevar la cuenta de memoria, o con los dedos, o con alguna otra técnica aprendida en tantos años de ora et labora. El hombre de la camisa azul, a su espalda, parece no tener frío, inmóvil, impenetrable, el gesto adusto y la mirada perdida en no se sabe qué objetivo lejano, parece una figura de cera. El Viejo, sacudido por un escalofrío, vuelve a preguntarse si merece la pena estar en la cola…
…Si ha merecido la pena esperar este momento durante tantos años. Gervas y él se habían dicho que sí, aunque en el fondo dudaban que llegaran nunca a presenciar los acontecimientos de estos últimos días. Llevaba años Gervas repitiendo una y otra vez que tenía que llegar el momento, que lo iban a ver, pero al Viejo le parecía que hablaba sin convicción, como si un condenado a cadena perpetua se ilusionase con un después de la cárcel. Tal vez ponerse una meta o esperar un suceso lejano, inalcanzable, ayude a seguir viviendo, a conservar las ganas de luchar, se dice el Viejo, seguramente, eso es la fe, ¿no? Al fin y al cabo, a estas alturas, ¿qué pretexto puede encontrar uno para seguir vivo? Hace tiempo que dejó de trabajar, sus hijos no le necesitan ni para cuidar a sus nietos, crecidos ya, lo más inmediato, lo más familiar, está todo hecho, y sólo queda por ver si algún día las cosas cambiarán; mejor aún: hay que creer que las cosas cambiarán, como lo esperó el pobre Gervas. Pobre Gervas, el Viejo siente una pena desgarradora por él, todavía le parece verlo, en la cama, con la radio tronando a su lado –el pobre Gervas se había quedado muy sordo en los últimos años- y su hija viniendo cada dos por tres para implorarle que bajase el volumen, no fueran a oír esos vecinos tan raros de al lado, que no se sabe de qué pie cojean. Mientras, en la habitación de al lado, la familia susurraba con admiración y dolor lo mucho que estaba durando el enfermo que tenían en casa y comentaban abiertamente las novedades del enfermo del que hablaban los periódicos. "Se piensan que no me doy cuenta de que me estoy muriendo", decía amargamente el pobre Gervas, y el Viejo cambiaba de tema, y llevaba la conversación hacia terrenos menos pantanosos, y los dos terminaban recordando a los amigos que se fueron: Pruden, que murió en la guerra, Elías, que se fue al exilio y del que no se supo más, Virgilio, tantos años en la cárcel, y Tobías, que murió en la primavera, tan cercano…
Ahora la cola empieza a moverse, poco a poco, renqueante, y el Viejo piensa que ya habrán abierto los portones, y echa a andar pasito a pasito, con las manos en los bolsillos. Las monjitas siguen con sus rezos, es ya la quinta vuelta, cinco veces cinco misterios dolorosos, cada uno con sus diez avemarías, y cinco veces un sinfín de letanías. El Hombre de la Camisa Azul también empieza a andar, sin perder por ello su aspecto de estatua. El Viejo se pregunta qué estará haciendo su familia en este momento, y qué habrá hecho desde que repararon en su ausencia y descubrieron una nota en que una caligrafía vetusta y temblorosa les anunciaba que se ausentaba de la ciudad por unos días. Se imagina el Viejo a su nuera gritando desaforada, aprovechando la ocasión para recitar a su marido, una vez más, la larga lista de los disgustos que viene dándoles el abuelo desde que lo recogieron en casa, qué paciencia tuvo con este hombre tu madre, que en gloria esté…
…Pero sí es cierto que está mal eso de marcharse sin avisar, debía haberse despedido, cuando menos, pero las circunstancias le han obligado a partir precipitadamente. El pobre Gervas lo tenía todo previsto: el viaje, la estancia, lo que tenían que hacer y decir en el momento supremo, los amigos a los que habría que recordar, los ideales que tendrían que reivindicar, todo, todo, y lo había planeado con detenimiento y fruición, lleno de ilusión. En los últimos años repasaba una y otra vez los detalles, al Viejo le parecía que le estaba recitando la lección, y le escuchaba escéptico, porque estaba convencido de que nunca llegaría el Momento... el Momento de... no sabe cómo llamarlo, pero estaba convencido de que nunca le llegaría el Momento. Y el Momento le ha llegado, pero no sabe cómo llamarlo, y se preocupa: ¿es un Momento de victoria, de gozo, de esperanza, de venganza?
...Al pasar de la noche a la cegadora luminosidad del palacio el Viejo se frota los ojos. Cuando por fin se acostumbra a la claridad contempla sorprendido la cola que serpentea a lo largo de las escaleras; es más larga de lo que había pensado. Nota las piernas cansadas, pero continúa adelante. Le viene a la memoria una tarde de un mes antes.
...Gervas le recibió exultante, con la noticia de que esta vez iba en serio, esta vez era la buena, que el Momento estaba a punto de llegar y que podrían hacer el viaje planeado. Se revolvía gozoso en la cama, y al Viejo le resultó desgarrador ver que su amigo, demacrado, consumiéndose desde hace meses, convertido en la imagen viva de la muerte, se alegraba por la inminencia de otra muerte. Durante las semanas que siguieron comentaban cada tarde las noticias que servía la prensa oficial y las que tronaban en los diales prohibidos de la radio de Gervas, mientras les invadía la impaciencia. El pobre Gervas se desesperaba, y sabiendo que a él mismo le quedaba poco tiempo, protestaba entre toses por la tardanza, y al Viejo le espantaba sentirse espectador de la carrera entre dos moribundos, y un día se vio obligado a prometer solemnemente que cuando llegara el Momento, y pasara lo que pasara, haría el viaje con su amigo...
... Daría cualquier cosa por sentarse, le duelen mucho las pantorrillas. Una de las monjitas ha captado su gesto de cansancio y le sonríe comprensiva. No es nada, hermana, le dice, quitando importancia a su enorme fatiga...
...El jueves, nada más levantarse, el Viejo conectó la radio, en un ritual que se había hecho fijo en las últimas semanas. Cuando comprobó que todos los diales emitían música sacra dedujo que el Momento, y le invadió una extraña sensación. No era la alegría que había imaginado que sentiría, ni siquiera una mínima sensación de paz. Unicamente se sentía cansado, profundamente agotado, como si hubiera estado empeñado en una larga y cansina tarea que le había dejado rendido. Cuando se repuso –odiar es cansado, se dijo- se dirigió trabajosamente al teléfono y marcó el número de Gervas, dispuesto a comentar la noticia, pues suponía a su amigo al corriente de la noticia. El teléfono de Gervas comunicaba. Colgó y se sentó junto a la radio, que estaba emitiendo el parte oficial: la muerte había tenido lugar de madrugada. Volvió al teléfono; esta vez contestaron rápidamente: el Viejo reconoció la voz de la hija de su amigo, que sin darle tiempo a decir nada le comunicó que Gervas había muerto mientras dormía...
...Son ya pocos los metros que le quedan al Viejo hasta su meta, ve ya los focos de la televisión y las cámaras, y se pregunta si Gervas moriría antes o después de quien ocupa el pesado ataúd que se distingue al fondo. De todos modos, no tiene importancia, se dice, qué más da si le sobrevivió o no, lo cierto es que no pudo llegar a vivir el Momento. Y el Viejo se siente de pronto agotado, y recuerda al pobre Gervas planeando febril el viaje, y a Pruden, que murió en la guerra, y a Elías, que se fue al exilio y del que no se supo más, y a Virgilio, tantos años en la cárcel, y a Tobías, que murió en la primavera, tan cercano… y piensa en todo lo que se quedó en el camino, y todo lo que pudo haber sido y no fue, porque el destino o quien fuera no lo quiso, y no acierta a encontrar las palabras ensayadas para el Momento, y le parece que el mundo se derrumba a su alrededor, y mientras las monjitas terminan de santiguarse ante el cadáver le invade la congoja, la sensación de que la vida y la historia le han tomado el pelo, y cuando finalmente se enfrenta al féretro la amargura desborda sus ojos y se echa a llorar...
...Y el Hombre de la Camisa Azul le dará unas palmaditas afectuosas, sosiégate, camarada, y las monjitas correrán a consolarlo, y las cámaras se recrearán en la escena, y el locutor comentará entre conmovido y entusiasmado el hondo dolor del anciano por la irreparable pérdida que aflige a toda la nación, y su nuera, a cientos de kilómetros, curiosa ante el televisor, tendrá un nuevo disgusto que añadir a la lista, y el Viejo creerá para siempre que el destino se ha burlado de él.
©Txori-Herri Medical Association, 1997-2000