Un Producto de la Cultura
Harvey Lundquist, MD,
http://archfami.ama-assn.org/issues/v9n2/full/flm9006-1.html
Ha pasado mucho tiempo desde que la "revolución de las drogas" de finales de los años sesenta permitiera a las personas con antecedentes de consumo drogas ilícitas integrarse en la profesión médica. Un estudio entre residentes de tercer año en 1984 reveló que el 65.1% había consumido marihuana en alguna ocasión, un 17.1% en el último año, y un 7.0% el mes anterior. Un estudio de 1987 en estudiantes de medicina encontró porcentajes similares: el 66.4% había consumido en alguna ocasión, el 22.5% el año anterior, y el 10.0% el mes previo. Estos estudios implican es que muchos de los médicos que actualmente están en el grupo de mediana edad han fumado marihuana.
Su experiencia con el consumo puede representar un bagaje emocional para estos médicos. ¿Qué piensan sobre el consumo adolescente? ¿O de la posibilidad que sus propios hijos pudieran consumir? ¿Dónde se sitúan en el actual debate sobre el uso de la marihuana en medicina paliativa? Como refleja la siguiente historia personal, estas preguntas pueden resultar francamente confusionantes para los médicos que han consumido marihuana previamente.
Todos conocíamos a Steve (no es su nombre real). Yo le conocí cuando entré a trabajar en el centro, hace 14 años. Por aquel entonces, Steve era un niño amable de 10 años con anemia falciforme que solía en bici venir a menudo al centro para consultas y extracciones de sangre.
Steve era un chico ingenioso y con el encanto propio de un chaval. Incluso cuando faltaba a consultas en los primeros años de su adolescencia exhibía su sonrisa inocente y todo quedaba olvidado. En esta época el compañero que le había tratado dejó el centro y yo me convertí en el médico de Steve.
Durante algún tiempo, pareció que Steve tenía la vida encarrilada. Empezó a estudiar en la universidad localTenía un trabajo a tiempo parcial y una novia formal. Steve empezó a mirar hacia el futuro. Me preguntó por la paternidad. ¿Podría tener hijos? ¿Heredarían sus hijos la enfermedad? Era una época feliz en su vida.
Pero Steve empezó a fumar crack, con lo que comenzó su espiral descendente. Su novia le dejó, perdió su trabajo, y tuvo dejar los estudios porque no podía costearse la matricula.
Steve cedió ante la cultura. Todos sus amigos consumían drogas y se reían de él si no lo hacía. Su historia familiar se echó a perder con el consumo de droga y alcohol. Una vez que Steve empezó esa cuesta abajo, no hubo posibilidad de regreso... al tratarse del crack.
Ingresaba en el hospital cada vez más a menudo. Junto con muchas otras personas, intenté convencerle de que lo dejara. Pero Steve nunca podría romper el ciclo. Lo habitual era que ingresara por una crisis de dolor y diera positivo a cocaína. Al final del ingreso, el viejo Steve, amable, volvía a hacerse presente. Sé que él era sincero cada vez que me decía que quería dejar la droga. Pero cada vez que salía de alta los cantos de sirena volvían a seducirle y el ciclo comenzaba de nuevo.
Un día, cuando sólo tenía ventitantos años, ingresó con lo que parecía una crisis de dolor ordinaria. Una vez más, dio positivo a cocaína. Dieciocho horas después del ingreso, entró en shock. A pesar del esfuerzo por resucitarlo durante más de una hora, Steve no pudo superar una fibrilación ventricular.
Ningún miembro de su familia estaba con Steve cuando murió. Pero poco después de terminar todo, llegó su madre. Lloraba sin control mientras yo la abrazaba: su niño había muerto. Cuando pudo hablar, culpó a las drogas, no a los médicos, con benevolencia. . . y también se echó la culpa. Con una voz rota por los sollozos, gemía, "intenté conseguir que lo dejara. Intenté todo lo que sabía."
Llegaron más familiares y las lágrimas dieron paso a una conversación. Expliqué como mejor pude lo que había pasado. Acordamos que habría que hacer la autopsia. Entonces, la madre de Steve me sorprendió diciendo: "Steve hablaba mucho de usted. Usted le gustaba y valoraba el que usted le dedicaba. Tenía la impresión de que le había fallado, pero sabía que siempre podría contar con usted. Para él usted era mucho más que un simple médico."
La muerte súbita, inesperada de Steve me dejó una sensación incierta. Volvía al despacho, cerré la puerta, e intenté ordenar mis ideas. Steve tendría una anemia falciforme, pero le habían matado el crack y la cultura de consumo de drogas. Sí, yo supe algo sobre las drogas. Como Steve, yo era un producto de mi cultura. Crecí en los rebeldes años sesenta cuando, para muchos, experimentar con drogas era un rito de iniciación. Empecé a fumar marihuana en mis últimos años en la escuela secundaria y ya en la universidad me convertí en un fumador habitual de porros. En la facultad y en la residencia fui dejándolo y terminé por cortar al poco de acabar la especialidad, no porque la marihuana dejara de resultarme placentera, sino porque tenía demasiado que perder. No arriesgaría mi familia o mi carrera por la marihuana y la ficha policiaca a la que me podría conducir.
En mi juventud, era un individuo parado, y con personalidad tipo A. A pesar de mis logros, rara vez me sentía a gusto conmigo mismo. Me gustaba la dulce descarga de tensión que me aportaba la marihuana; parecía que neutralizaba mi introversión y mi timidez. Aunque han pasado dos décadas, sonrío cuando pienso en aquellos días.
Algún día, si no tengo nada que perder, podría volver al familiar consuelo de la marihuana. Debido a mi experiencia personal con la droga, me mantengo al día sobre su potencial uso paliativo. Si alguna vez padezco de cáncer incurable u otra enfermedad consuntiva, volveré a llenar mis pulmones con el humo aromático de la marihuana. No me conformaré con dronabinol. Según lo que he podido leer, es un pobre sustitutivo de la droga. Pero no propugnaré que otras personas puedan consumir libremente. Tengo miedo de perder mi cómodo lugar en la sociedad si defiendo el uso médico de la marihuana.
Sé bien que el crack no es marihuana. El crack me asusta. Doy gracias a Dios de que no hubiera crack en mi juventud. No habría sido capaz de inyectarme droga y la cocaína era demasiado cara. Pero las primeras dosis de crack son baratas y fumar una droga parece mucho más inocuo que churtársela. ¿Habría probado el crack? Probablemente. ¿Me habría enganchado? Posiblemente. Una vez que el crack ha atrapado a su víctima, no parece que nunca vaya a soltarla. Sé que la historia de Steve podría haber sido mi propia historia.
Ahora, tengo dos hermosas hijas adolescentes. Aunque puede parecer hipócrita, les he predicado un firme mensaje antidroga. Al igual que el SIDA y el sexo, el crack es una posibilidad más de consecuencias letales a la experimentación con drogas en la adolescencia. Tan sólo puedo rezar para que mis hijas nunca consuman. Dudo que nunca les confiese que yo mismo las consumí.
Y así, el día que Steve murió me senté en mi despacho con la puerta cerrada. A medida que me embargaba una oleada de pensamientos y emociones mezclados, empezaron a aflorar las lágrimas a mis ojos. Lloré por todos los niños como Steve que había atrapado el crack. Lloré por las madres cuyos hijos habían muerto. Lloré de miedo por mis propios hijos. Lloré por mi propia cobardía e hipocresía. Lloré por mi profesión, que no puede separar el pasado de la marihuana como droga de abuso de su potencial futuro como fármaco que aporte consuelo. Lloré por nuestra sociedad que a pesar de sus buenas intenciones y de miles de millones de dólares, parece incapaz de resolver el problema de la droga. Pero por encima de todo, lloré porque yo no ayudé a aquel amable muchacho de diez años que venía en bici al centro
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