Entre la Cárcel y la Comunidad: La puerta giratoria de los 90
Luke Birmingham
British Journal of Psychiatry (BJP 174, 378-379, 1999)
Según Torrey (1995), los procesos de desistitucionalización de personas con enfermedades mentales graves en USA han constituido el mayor experimento social fracasado del siglo XX. Muchos pacientes han sido incapaces de sobrevivir en la comunidad debido a una cobertura inadecuada, y las cárceles americanas han sustituido lentamente a los hospitales psiquiátricos en el papel de principal proveedor de cuidados institucionales para los enfermos mentales. Se estima que en estos momentos hay el doble de enfermos mentales en las cárceles que en los hospitales psiquiátricos estatales.
Hay una evidencia creciente que indica que el cierre de hospitales psiquiátricos, aunado a una atención y soporte comunitario insuficiente puede estar causando un problema similar en Gran Bretaña. Además, parece que las cárceles están actuando poco más que como un establecimiento temporal para los enfermos mentales, que en general no son detectados durante su estancia en prisión y vuelven a la comunidad sin tratamiento o cuidados psiquiátricos.
Los servicios asistenciales de salud mental en Gran Bretaña, especialmente los urbanos, están en crisis (Marshall, 1997; Shepherd, 1997). Si los servicios psiquiátricos no pueden responder a las necesidades de los enfermos mentales graves en la comunidad, los individuos con conducta más problemática o peligrosa tienen más probabilidades de topar con el sistema judicial. Tpelin (1984) ha mostrado que en similares circunstancias, las personas con enfermedades mentales tienen más probabilidades de ser detenidas que las personas sanas en similares circunstancias.. La probabilidad de permanecer detenidas tras el arresto es también mayor; las personas que cometen actos violentos son percibidos como más peligrosas por la única razón de padecer una enfermedad mental, e incluso cuando la agresión cometida es de índole menor, la presencia de una enfermedad mental aumenta las posibilidades de detención (Taylor y Gunn, 1984).
Las personas con enfermedades mentales que están bajo custodia judicial frecuentemente provocan dificultades de decisión a los servicios judiciales. Los servicios psiquiátricos, generalmente sobrecargados, pueden ser incapaces, o no estar en buena disposición para ayudar a estos pacientes, una cama "forense" no es general una opción, e incluso si puede ofrecerse una valoración psiquiátrica, ésta puede ser rechazada por el juez (Rowlands, 1996). Por consiguiente, no es sorprendente que haya estudios que muestren que 1 de cada 20 personas que ingresan en prisión provisional sufre una psicosis (Birmingham, 1996).
Investigaciones llevadas a cabo por Gunn (1991) sobre varones penados, junto con las de Brooke (1996) sobre varones en prisión preventiva, sugieren que las cárceles de Inglaterra y Gales albergan a más de 1000 hombres afectados de psicosis y casi 2000 con patologías que precisarían tratamiento en hospitales psiquiátricos. El informe acerca de la prevalencia de morbilidad psiquiátrica entre personas encarceladas en Inglaterra y Gales, publicado en Octubre de 1998 por la Office for National Stadistics, muestra una imagen incluso más oscura. Este estudio a gran escala refiere que el 7% de varones sentenciados y el 10% de los varones en prisión preventiva sufren de trastornos psicóticos. Si se generalizan estos resultados a la población penal global, indican que en el momento actual hay en las cárceles británicas más de 4500 hombres con trastornos psicóticos. Por supuesto, los presos con enfermedades mentales graves sólo representan la punta del iceberg de la morbilidad psiquiátrica. Hay muchos presos que sufren de formas menores de trastornos mentales, que no requieren de tratamiento en hospitales psiquiátricos, pero que se beneficiarían de tratamiento psiquiátrico.
Las cárceles no fueron diseñadas para albergar tal carga sanitaria, y no están equipadas para ello. Los reconocimientos sanitarios de rutina en las prisiones no detectan la morbilidad psiquiátrica (Mitchison, 1994, Birmingham, 1996, 1997) y la enfermedad mental permanece frecuentemente sin detectar durante el encarcelamiento (Birmingham, 1998). Cuando se identifica la necesidad de tratamiento psiquiátrico, la respuesta del sistema es ineficaz. Los presos que son candidadtos potenciales para tratamiento hospitalario son frecuentemente rechazados por los psiquiatras porque son percibidos como demasiado problemáticos o peligrosos, o como criminales inasequibles a tratamiento (Coid, 1998). La pobre comunicación entre la prisión, los jueces y los sistemas hospitalarios impide la valoración y la asistencia de los delincuentes con enfermedades mentales, y la intervención médica puede finalmente retrasar su libertad de la situación de custodia (Robertson, 1994). Cuando la comunicación se rompe del todo, puede suponer la puesta en libertad sin previsión de presos con cuadros psicóticos agudos que se pierden sin seguimiento alguno en la comunidad. Sin embargo, muchos pacientes con enfermedades mentales no reciben tratamiento a su salida de prisión porque tal necesidad de tratamiento no es reconocida (Birmingham, 1998, Dell, 1993).
Una vez de vuelta en la comunidad, los delincuentes con enfermedades mentales no suielen ser pacientes populares para los médicos y psiquiatras. Muchos de ellos padecen también problemas con el alcohol y las drogas, y cumplen pobremente con el tratamiento. Sin un seguimiento decidido estos pacientes son particularmente proclives a perderse y perder el contacto con los servicios asistenciales. Los pacientes más graves, y los que no están bajo asistencia psiquiátrica, son los más proclives a reincidir en actividades delictivas. Una vez que esto ocurre el ciclo de detenciones y encarcelamientos es muy probable que se reinicie.
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