James Maskalyk
CMAJ 2001;165(12):1597-1600
Rapid needs assessment CMAJ 2001;165(12):1597-1600 James Maskalyk.
7 de Abril de 2001
A quien corresponda: por favor, no me dejen tirado
He llegado a Camboya, y me encuentro como en casa.
No me causa ninguna sorpresa comunicar a quienes recibieron
mi último emilio, que planteaba un optimismo desenfrenado en torno al futuro de
la raza humana, que he dado un giro de 180º y vuelvo a odiarlo todo.
Este es el plan: El viernes me dirigiré al sur, a Koh Sla,
un valle a unos 50 km (hora y media) de Kampot, en el que viven los últimos
desertores de los Khmer Rojos. Consta de 18 pueblos, 6 de los cuales accesibles
por carretera; para llegar a los otros, tendré que coger un 4 × 4. Que yo sepa
seré el primer extranjero, y desde luego el primer médico, que habrán visto
muchos lugareños. En todos los pueblos que pueda organizaré consultas en la
trasera de mi camión. Me han
cedido un Land Cruiser, un traductor que se llama Bohntuen, y unas dosis de antídoto
contra el veneno de serpiente (ha habido 4 muertes en lo que va de año en Koh
Sla), y he conseguido un sitio para dormir en Kampot. Me han recomendado que
duerma en una choza cerca de los pueblos y hago como que consideraré la
sugerencia.
Me he pasado el día revisando unas diez cajas de botellas
semivacías de medicamentos, para decidir cuáles me hacen falta, y he llagado a
la conclusión de que no tengo ningún indicio que me oriente.
Ahora mismo me quedan cuatro cajas de pastillas.
El resto tendré que comprarlo mañana en el mercado negro, que
precisamente se llama “Mercado Negro”, lo que evita cualquier confusión.
Mi intención es reunirme con el Coronel Chan, comandante
de la región de Koh Sla y antiguo mando de los Khmer Rojos. Es el responsable
de mi seguridad personal en la selva, y espero causarle una buena impresión.
7 de abril
Reglas para vivir en Camboya
1. Cualquier cosa es un problema.
Incluso lo que no es un problema, lo es.
2. El SPF 40 te protege del sol tanto como una capa de
barniz a un jamón.
El carril derecho es directamente proporcional al tamaño
del coche o de la persona.
8
de abril
En Koh Sla viven aproximadamente 12 000 habitantes en 18
pueblos. Son algunos de los últimos Khmer Rojos en “desertar”, es decir, en
abandonar, en 1997. Antes y durante 30 años, vivían en la selva y lucharon
contra el gobierno, los vietnamitas, los eeuuenses y después, unos contra
otros. Su salud es pésima.: Malaria a manta, muchos niños con helmintiasis. Un
jefe de pueblo gana unos $27 al año y tiene arroz para 8 meses.La mujer más
pobre que he visto no tiene dinero
y cuenta con arroz para 4 meses. Los otros meses piden a los vecinos a cambio de
trabajo o comen raíces que encuentran en la selva. Obtienen agua de un estanque
sucio y hay un poco de fuel para hacer fuego.
Muchos no se atreven a trabajar más tierra por miedo a las minas.
Ninguno de ellos ha visto nunca a un médico.
Unos pocos médicos que han quedado en la región de la
selva después de la guerra atienden el valle. Tienen poco dinero para
medicamentos y no tienen dinero para ir al hospital, y mucho menos para pagar
una estancia hospitalaria. Los que
tienen dinero para ir al hospital lo hacen en carreta de bueyes o, si tienen
suerte, en ciclomotor.
Los Khmer Rojos asesinaron a 2 millones de sus compatriotas
menos afortunados o menos capaces: uno de los mayores genocidios en la historia
del mundo moderno. Cualquiera que haya viajado aquí conoce el “Terror al
Khmer." Caras inexpresivas te
miran pasar. Pero también hay sonrisas en Camboya; están enterradas, pero el
truco para hacer que afloren es seguir sonriéndoles a ellos.
Algo en lo que los camboyanos y yo coincidimos es que ya no
hay que definir a la música de hoy día como peligrosa y nueva.
Aseguran que se debe a que los gustos musical son más
refinados y variados, que las distinciones se hacen borrosas, de modo que
encuentras jazz en drum'n'bass, y hip-hop en baladas. Resulta difícil imaginar
que pueda aparecer algo que revolucione nuestra manera de pensar acerca de la música,
a menos que empecemos a disfrutar de la sutileza del sonido de nuestros modems
al conectarse. Pero, si yo
estuviera en tu pellejo, invertiría en lo que pronto se convertirá en un
bombazo: la música Khmer.He oído hoy un tema titulado
"soooyyounnn-maaahhhh-laaahiiiiiiii-reeeeeeeeeeeeeeeee" que machaca y
me he dado cuenta de que la mejor manera de bailarlo es botar en la cama con la
funda de la almohada atada en torno a la cabeza lo más prieto posible.
Estoy solo aquí, con Bohntuen, mi traductor – chofer –
relaciones públicas. Tengo que
tener cuidado con él; es listo, pero se pasa. Ayer me dijo: eta mujer dice que
tiene fiebre por la noche, que le
duele el estómago y tal vez algo de diarrea, y que es porque tiene gusanos...
voy a darle la medicina“. Tuve que decirle: “Vale, Bohntuen, lo de los
gusanos, ¿es tuyo o suyo?”. Era
de él. De todos modos, te haces a
él. Es mi traductor, y ya me
cuesta bastante entenderme a mí mismo.
9 de abril
Hoy he visto al primer hombre armado en la selva.
Fuimos a un pueblo alejado de la carretera y al llegar nos dijeron que
habíamos pasado encima de una mina. Venir
por la carretera menos transitada fue un error.
Me voy dando cuenta del aislamiento al que conducen las frases de pocas
palabras: Ahora voy.
Algún día de abril
Pensamientos mientras me miro a los pies durante horas en
un retrete camboyano, o haiku Zen sobre la importancia de mantener la prudencia.
Empiezas a pensar que no te queda nada dentro y te
sorprendes.
16 de abril
Estoy ahora en Phnom Penh, rumbo a Kampot, donde estaré
otras dos semanas. Me hace ilusión
dejar la ciudad y volver al campo. Ayer
tuve un encontronazo con la policía. Me
pararon sin ningún motivo y me hicieron sentarme a un lado de la carretera sin
decirme nada. Esperé pacientemente
a ver qué querían, y la respuesta llegó al cabo de diez minutos: $20. Una
multa por no haber cometido ningún delito; un impuesto policial. No
deja de ser extraño que uno esté en un país que no es precisamente seguro y
le resulte mejor evitar a sus fuerzas de seguridad. En Kampot me siento más
seguro, en parte porque me protege una enorme Cruz Roja en la parte delantera de
mi Land Cruiser, y mi fiel compañero Khmer.
En 1975 los Khmer Rojos evacuaron Phnom Penh, desplazando a
su población a los campos de arroz, donde les sometieron a trabajos forzados. Cuando
entraron en la ciudad el 17 de abril, los Khmer Rojos fueron recibidos con gran
alborozo. Se suponía que iban a
combatir al imperialismo en todos sus aspectos -los malvados estadounidenses,
los ambiciosos vietnamitas, los poderosos chinos— para restaurar la gloria de
los antiguos reyes Khmer. Pero dijeron a la gente que los estadounidenses iban a
bombardear la ciudad, por lo que tenían que marcharse inmediatamente. Los que
no quisieron marcharse fueron ejecutados. La ciudad, con 2 millones de
habitantes y en su momento la perla de Indochina, quedó reducida a menos de 50
000 pobladores. El resto partió
con rumbo a cinco años trabajos forzados; pero para muchos, el destino final
fue la muerte. Todas las personas percibidas como una amenaza para el régimen
de Pol Pot fueron asesinadas. Abogados, médicos, profesores, cantantes,
escritores, periodistas, y los que llevaban gafas. Se quemaron los libros, y se
destruyó la maquinaria tradicional. La
gente vivía en el año cero y todos los días eran lunes. Se abolió el dinero,
nadie tenía casa. Los Khmer Rojos
intentaban el salto al comunismo agrícola sin realizar “pequeños pasos
innecesarios”. Muchos urbanitas
fueron ejecutados o puestos a trabajar a destajo en proyectos en beneficio de la
población. En Koh Sla, hay una presa de hasta 30 pies de alto en algunos puntos
y 20 km de longitud, en cuya construcción fallecieron cientos de personas. Las obras se detuvieron cuando quedaban tres 3 km por
construir, y aún está allí, absolutamente inútil.
Al principio de aquella época yo tenía dos años. Algunos
camboyanos que la sobrevivieron me contaron que perdieron a toda la familia. El
conductor de la moto de anoche perdió a sus padres y a cuatro hermanos.
El médico con el que hablé el viernes en Chóuk sobrevivió porque se
deshizo de las gafas y fingió ser campesino.
Con excesiva frecuencia nos manejamos como si la sociedad
fuera algo que nos sobreviene, en lugar de algo que se debe a nosotros. El final
de las guerras llegará cuando aceptemos que hay una parte en todos nosotros que
ama la guerra. Tenemos que
afrontarlo: hay una parte en mí proclive a la guerra, y no me costaría tomar
las armas por mi familia, mis amigos, mis ideales. Cuando contemplo las
atrocidades de la guerra, me doy cuenta de que no basta con considerarlas el
resultado de algo horrible que han cometido hombres y mujeres malvados, o algo
que le sucede a determinadas personas. Las atrocidades surgen de algo muy
profundo y muy viejo. Pero el
empuje hacia la paz fortalece nuestra capacidad para conseguirla. En cada fracaso hay éxito.
Debemos trabajar todos por la paz, o no la conseguiremos nunca.
Ningún esfuerzo, ninguna lucha, es pequeña.
Pero a pesar de ello, no puedo encontrar en mí nada capaz
de hacer lo que se hizo en este país, y eso que he buscado con ahínco y
durante mucho tiempo. Pero tiene
que estar en alguna parte, aunque no la encuentre. Lo sé porque he tenido
relación y he trabajado con KR y veo que no son monstruos, que no tienen un
halo de maldad. Son gente simple,
hambrienta, que tiene malaria. Sus bebés sonríen cuando les hago gracias, y
sus hijos vienen conmigo cuando les invito a jugar al Frisbee. Me ofrecen
comida, me invitan a pasar a sus humildes casas, y escuchan con atención a la música
que sale de mi discman. No termino
de entenderlo, pero creo que estoy más cerca.
April 17
Para la aldea, mi llegada, con mi traductor, es el suceso
del año. En todos los pueblos,
salvo en uno, soy el primer extranjero que ven. Todos se visten lo mejor que
pueden, se acercan para verme hacer preguntas personales y un sencillo examen físico
para luego decidir el color de las pastillas que doy a cada paciente. Si tienen Kdow
(fiebre) les tocan pastillas amarillas (quinina), si tienen hat
(agotamiento), rojas y marrones (hierro y vitaminas). Una vez que reciben las
pastillas, las comparan según su color y cantidad y luego se las toman. Los
que reciben un diagnóstico de “infección vírica” están decepcionados
porque no reciben pastillas. "¿No le comenté que tengo kdow,
dicen, y me duele la tripa?"
Me contaron que a primeros de la semana una serpiente mordió
una mujer. Estaba enferma en su
casa, y había consultado con un curandero tradicional, que trataba todo
induciendo el vómito. Tenía la
pierna, de rodilla para abajo, tensa e hinchada.
Hice todo lo posible por llevarla al hospital, pero esta gente no tiene
dinero para pagar el tratamiento, y no hay nadie que ayude a la familia mientras
están en el hospital. Ella no quería
marcharse, y su marido, tampoco quería que se fuera. Finalmente, les dije que
tenía que ingresar, y que yo pagaría el tratamiento.
Llegamos, tras dos horas de viaje, a un pabellón lleno de
gente. Parece que la noche anterior
alguien lanzó una granada a una fiesta, cerca de mi casa, matando a cinco
personas e hiriendo a otras 24. Muchos
sospechaban que detrás de la masacre estaba la policía, porque no les daban
una adecuada comisión por el juego que se desarrollaba en el local. El
pabellón estaba lleno de heridos y había bolsas con cadáveres en los
pasillos. Chanta, un cirujano camboyano que es amigo mío, iba a realizar en ese
momento su sexta laparotomía consecutiva, y no había dejado el hospital, ni
había comido nada, en las últimas 35 horas, pero se brindó a ingresar a la
mujer si le conseguía el antídoto.
April 20
Hemos ido a un pueblo a unos cinco km de la carretera, por
caminos para carros. Nos hemos quedado totalmente atascados en el lodo y nos ha
costado una hora salir ayudándonos de palos y rocas.
Hemos hablado con el jefe de la comuna, un pez gordo de los
Khmer Rojos. Nos hemos sentado a
hablar a la sombra de su choza, con su halcón atado al techo, mientras se
lamentaba de que el gobierno se llevara todas las armas, sin percatarse,
aparentemente, de la existencia de un AK-47 calzado en el techo, encima de mí. Después
me ha preguntado por su tos, y le he dicho que era una infección vírica, y que
no precisaba medicamento, pero me ha dicho que le parecía muy raro que me
hubiera tomado la molestia de venir a trabajar a su valle para no darle
medicamentos.
"Yo no le
digo cómo tiene que dirigir su comuna, así que no me diga cómo tengo que
ejercer la medicina”, he respondido. Mi prudente traductor no ha querido
traducirlo y ha cambiado de tema.
23 de abril
Mi último día en Koh Sla. Intento absorber con mis ojos
hasta el último fragmento de polvo de la carretera, ya familiar para mí, que
transito hoy por última vez. Es un lugar maravilloso, simple, mágico. La vida
aquí es tan sencilla, que parece que es mejor quedarse en casa.
En Toronto, cuando me detengo a ver a la gente pasar en hora punta, me
pregunto, ¿”qué demonios hará toda esta gente?” Aquí
sé lo que hacen: trabajan para comer, paran al llegar la noche, y empiezan de
nuevo al hacerse el día. Ríen con
sus amigos, intentan reír conmigo, y cuando pueden hacerlo, se alegran. En
Occidente nos perdemos el conflicto que crean los caprichos de la Naturaleza, a
medida que nos vamos distanciando de ellos. Nos estamos empezando a convertir en bienes de consumo.
Más dinero, mejores coches, teléfonos más pequeños.
Nuestro deseo de tener éxito se confunde con la capacidad para cometer
excesos.
30 de abril
Los finales son más difíciles de afrontar que los
comienzos. Son neblinosos, no tienes la seguridad de si son realmente el final,
o sólo un descanso en la historia. De los finales surgen nuevos principios que
empiezan a discurrir por sus propios medios. Habitualmente tratamos de
despedirnos de la línea de llegada cuando todavía estamos cruzándola.
Una de las cosas más incómodas de los finales es que
exigen una reflexión sobre lo que hemos aprendido. Empezar algo es sencillo,
como podrían atestiguar el 85% de los propietarios de guitarras. Incluso
continuar haciendo algo es bastante simple. Se puede valorar mejor la entereza
cuando hemos completado todo el proceso, cuando la transición del estar
haciendo al haber hecho nos exige que nos preguntemos, "¿qué ha
pasado?" y, peor aún, "¿y ahora, qué?"
Los últimos días que pasé en Koh Sla fueron buenos.
Visitamos un pueblo relativamente próspero, cuya proximidad a la carretera y a
tierra cultivada sin minas permitía una notable diferencia en la calidad de las
casas, la riqueza general y el nivel de vida. Por
pimera vez, toda la gente a la que vi estaba realmente enferma.
En un momento dado, un padre trajo a su hijo en una carreta
en la que el niño había permanecido durante 10 años. Tenía
14 años y estaba inconsciente, con una contractura generalizada por falta de
movimiento, y su débil estructura estaba infestada de moscas que se colaban en
su nariz, en sus orejas, en su débilmente parpadeantes ojos. Supuse que en algún
momento de su corta vida había desarrollado malaria cerebral, o meningitis, o
encefalitis. Hasta los 4 años fue normal, pero entonces, tuvo una fiebre muy
alta y se quedó como está hoy. Su padre le cuida, sin ninguna ayuda, le hace cambios
posturales para evitar escaras, le da de comer arroz, y le cubre con una red
antimosquitos a la noche. El crío
ríe, llora, reconoce caras. Su
padre confiaba que udiera hacer algo por ayudarle.
Los dos miramos mi pastillero, lleno de quinina, antibióticos y antiácidos,
y le ofrecí mi empatía.
La última mañana transitamos la polvorienta carretera de
Koh Sla road por última vez. Pedí a Bonthuen que fuera despacio. Tiene una
sorprendente habilidad para ir a la velocidad exactamente contraria a la que
deseo. Si voy con retraso, hasta
los búfalos de agua nos adelantan mientras Bonthuen conduce adormilado.
Si la carretera está llena de barro o de curvas, marca con el volante el
ritmo de la música Khmer que emite la radio. Pero
esta vez, estábamos de acuerdo. Queríamos
que el lugar se convirtiera en uno de esos breves lapsos de realidad que tienen
lugar justo cuando estamos conciliando el sueño. Ya
se sabe: de repente, pasas de estar pensando en el desayuno a contemplar el sol
alzándose sobre una carretera polvorienta, o a niños pequeños que se lanzan a
un estanque lodoso cuando oyen llegar a nuestro Land Cruiser, y se ponen a nadar
junto a un búfalo de agua. Fuimos
lentamente a casa, parando para sacar fotos. Saludé a los niños por última
vez, y como el día que llegué, mi saludo fue recibido con miradas fijas. No
basta un mes para que te consideren digno de confianza.
Lo primero que recuerdo de Koh Sla ocurrió justo después
de bajar del camión y conocer al Coronel Chan. Paramos detrás del Toyota de
Chan, salimos, hicimos una reverencia y nos dimos la mano. Chan nos invitó a
comer, y cuando íbamos hacia su choza, llegó un camión viejo, en cuya trasera
había tres personas sentadas. Chan habló con el chófer y se dirigió a
nosotros. Bonthuen me tradujo,
"¿Quiere ver paciente ahora? Llevan a vieja con
fiebre y sangre por la nariz a hospital."
Me acerqué a la trasera del camión, donde había una
mujer extremadamente enferma, con fiebre, de cincuenta y tantos años, sangrando
por los dos orificios nasales. Oí que Jim, un cirujano que me había acompañado
esa tarde desde Phnom Penh decía, "No, empezaremos a trabajar después de
comer. Diles que sigan su
camino."
Pensé, "No, mierda." Que se la lleven de aquí,
que me la quiten de encima. No
puedo hacerme cargo de esto, cómo coño me las voy a arreglar en la selva.
Fiebres hemorrágicas, mordeduras de serpiente, armas,
minas. Esa tarde con Jim pasó
muy rápida y se marchó muy pronto. A
partir de ahí, tenía que hacer yo solo lo que pudiera.
Me llevó algún tiempo empezar a disfrutar de aquello y
darme cuenta de que estaba siendo
capaz de hacer las cosas. Me daba un vuelco el corazón cada vez que alguien me
hacía una señal en la carretera, porque aquello significaba
"emergencia." Pero
cualquiera de las cosas que hice fue un avance en comparación con lo que tenían
antes. Y cuando hice visitas de seguimiento a las aldeas, en
vez de ver a 60 personas veía a 6. La
niñita que lloraba sin consuelo y tenía una sarna tan severa que se había
rascado la piel hasta levantársela y producirse una infección cutánea de muy
mal aspecto, se asomaba ahora detrás de un tocón intentando no reírse. Un
muchachito que esatba tan afectado por la malaria que no podría mantenerse en
pie, intentaba sentarse en mi regazo. La
mujer más pobre del valle, con la que pasé algún tiempo y de la que había
recibido la única fruta que tenía en su casa, pasó de ser marginal a
convertirse en una pequeña celebridad simplemente porque cada vez que pasaba
por la aldea me detenía a tomar el té con ella.
Cuando corrí el maratón de Nueva York, les dije a mis
amigos que quería chocar los cinco con 100 niños.
Lo hice en las tres primeras millas, y después se me hincharon las
manos. En Camboya quería enseñarles
a saludar. La primera vez que
atravesé Koh Sla saludé con la mano y los niños se mantuvieron al borde de la
carretera, mirándome fijamente a los ojos sin esbozar una sonrisa. Era como si
me hubiera caído del cielo. Pero
incluso después de un mes de saludar sin cesar, la mayor parte de las veces no
me respondían. Pero así son las cosas aquí.
Sé que les hemos ayudado, y que lo aprecian. Pero al final, en este
final, no tiene importancia. Gracias a este mes, y a estos emilios, hay ya dos
residentes dispuestos a ir a trabajar a Koh Sla. La Universidad de Toronto confía
en convertir a esta región en un foco de interés.
Sé que para cuando yo vuelva la gente ya saludará con la mano.
Así son las cosas. Me
llevará más tiempo saber lo que he aprendido de esta experiencia.
Me resulta un poco descorazonador dar una respuesta a la pregunta "¿qué
quieres hacer con tu vida?” que me hubiera avergonzado dar hace 10 años.
Parece que me he hechomás sabio y más estúpido. Simplemente,
de alguna manera quiero salvar al mundo. Creoq
ue las primeras veces que viajé descubrí nuevos aspectos en mí. Había
constantes epifanías, momentos de claridad.
Este viaje no ha tenido muchas. En lugar de encontrar nuevos lugares en
los que cavar, creo que he excavado un poco más en mí mismo.
Ahora estoy otra vez en Toronto, y parece como si no hubiera pasado nada.
El
Dr. Maskalyk es residente de tercer año en Medicina de Urgencias en la
Universidad de Toronto, Toronto, Ontario. Es también uno de los coordinadores
del programa “Residentes sin Fronteras de la Universidad de Toronto y anima a
que todas las personas interesadas en Koh Sla se pongan en contacto con él.
Correspondencia: Dr. James Maskalyk, 1-530 Euclid Ave., Toronto ON M6G
2T2; james.maskalyk@utoronto.ca
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